La crisis de los cincuenta años, el temor a la declinación física e intelectual “sacan mal” al exitoso protagonista de La cabra, buen esposo y padre comprensivo. El doble título de la comedia dramática de Edward Albee (¿Quién es Sylvia?) establece ya el conflicto detonante. No es que el hombre ame a “otra” llamada Sylvia, sino que esta sea una cabra. Albee (¿Quién le teme a Virginia Woolf?) trata algo difícil de admitir: la irracional y poderosa naturaleza del amor. O la pasión, el enamoramiento, aceptados o condenados social, moral o éticamente, homosexualidad incluida. Controvertida mezcla rara de comedia dramática, tragedia cómica, tragicomedia o falsa comedia, La cabra es un híbrido subyugante que ríe con elegancia mientras discurre sobre los límites de la tolerancia y la comprensión.
Aun en lo formal, Albee desconcierta ya desde el subtitulo, Ensayo para la redefinición de la tragedia. De la comedia de ingenio inicial nos arrastra al borde del absurdo; nos pone en delicado equilibro inestable entre lo razonable y el disparate, sin cruzar nunca el límite. La cabra es un texto arduo de trasladar a la acción escénica. Facilitado por la fluida traslación de Masllorens & Del Pino, Julio Chávez jerarquiza una de las varias lecturas posibles del material, elige sus líneas de acción relevantes. La cuidadosa puesta sume la acción en el escueto ámbito de escenografía y luces dejando entrever discretos quiebres en la tersa superficie de esa familia de clase media progre y, en apariencia, “superada”. Chávez se dirige a sí mismo y a su pequeño elenco con riqueza de matices en los roles, más que sobre los juegos de vínculos que los conectan. Con el correr de las funciones este aspecto dejará fluir mayores transiciones en los complejos virajes del texto sobre cada personaje, afianzando el mejor resultado integral. Conforme a esta salvedad, la labor actoral de Chávez es rotunda, empática y convincente, muy bien secundada por la comprometida veracidad de Viviana Saccone. Los acompañan Vando Villamil (un tanto desdibujado) y la fresca sinceridad del joven Santiago García Rosa. Quedan tácitos, vibrando en este Albee maduro, temas colaterales sin ahondar. Como la justa diferencia entre zoofilia, que es amor erótico a los animales, y bestialismo, que es el abuso sexual de esas victimas inocentes e inimputables.
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