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sábado, 2 de junio de 2012

Teatro: Desencanto y pesimismo



La cabra o ¿Quién es Sylvia?, de Edward Albee, con la dirección y actuación de Julio Chávez, presenta planteos éticos que conmocionan más que emocionan al espectador, tal el interés del autor. Por su condición de experimentador nato, el teatro de Edward Albee no deja de correr los límites para “no hacer un teatro que signifique seguir donde éste ha llegado”, aunque a veces pueda suceder, como en esta ocasión, que orille el abismo. Más allá del eclecticismo formal de sus obras, una preocupación central las vertebra: lograr que el hombre afronte su condición humana sin enmascaramientos mitificadores como suele desplegar, en su opinión, el teatro presuntamente realista, que sólo aspira a la complacencia del público. El teatro de Albee, en cambio, busca censurar a esa misma sociedad, cuya velada angustia intenta expresar, para convertirse en un revulsivo. De su visión desencantada y dolorosa del hombre, al que muestra solo y desvalido para comprometerse afectivamente con el otro, surge el tono pesimista que prevalece en la mayor parte de sus piezas. 
De su última producción, la cartelera porteña conoció excelentes puestas de Tres mujeres altas  (1990) y El juego del bebé (1996), a las que se suma ahora La cabra dirigida por Julio Chávez, uno de sus protagonistas. Su curioso subtítulo –omitido en el programa de mano– es Ensayo para la redefinición de la tragedia, a pesar de lo cual, según declaraciones del director, el propio autor afirma que es “una comedia” y que la escribió “para que todo el mundo se ría”. Esta flagrante contradicción viene a confirmar la voluntad innovadora del autor y su afán transgresor ya que la anécdota que precipitará al protagonista –un renombrado arquitecto– y a su familia de la felicidad a la desgracia –como corresponde a toda tragedia que se precie de tal– es el “enamoramiento” –tal como él lo califica– que experimenta por una cabra. Lo único que parece justificar el vínculo es “la candidez e inocencia” que descubre en sus ojos y la “epifanía” que estos provocan,  fenómeno que lo deja “enormemente dividido” y hundido en una “profunda perturbación”.   Su primera declaración del hecho, por inverosímil, mueve a risa a su cónyuge, tanto quizás como al público, pero cuando la confesión se reitera –a través de un amigo– el humor va virando hacia lo negro y a través de una espiral de violencia, desenfrenada y burda, concluye de manera trágica, casi a la manera griega.
En opinión del autor sus personajes están para autoexaminar su capacidad para comprender, tolerar y perdonar. Buscando comprender, Charlie acude a un grupo de autoayuda en lo que parece más un pretexto para desplegar distintas conductas de parafilia que para ahondar en su conflicto. Su estado de confusión es tal que, de consentir la homosexualidad de su hijo,  pasa a condenarla de la forma más grosera, para luego disculparla y terminar implicado en un desborde incestuoso. Su incapacidad para tolerar la traición del amigo que revela su secreto lo ancla aún más en su deseo y si bien no hay rectificación, sí es capaz de pedir perdón, aunque –paradójicamente– no a la familia que destruyó sino al animal victimizado, objeto de su amor.
Julio Chávez y Viviana Saccone secundados por Vando Villamil logran sortear con profesionalidad los riesgos de registro que presenta la obra; muy flojo resulta, en cambio, el desempeño de Santiago García Rosa, en un rol exigido. Por cierto que los planteos éticos de los que son portadores o a los que se ven expuestos sus personajes logran, tal como se propone el autor, conmocionar más que emocionar al espectador, al proponer una visión del amor ciertamente cuestionable, pero que disfrazada con la retórica de la tolerancia seduce a muchos.

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